Para los amantes de los datos inutiles

lunes, 28 de noviembre de 2005

Sábadus horríbilis

Este sábado, pese a ser sábado, me tocó trabajar. La nieve, que la noche anterior me hizo tanta gracia y que me dio la oportunidad de estrenar mis botas nuevas, iba a jugarme una mala pasada. Por suerte no tenía que estar en la oficina a las 8:30, como normalmente, sino que bastaba con que apareciese a las 10 (loado sea el cielo), lo que me dio un cierto margen de retozo matutino. Incluso me dio tiempo a ducharme. María se había olvidado el móvil en algún sitio la noche anterior y no lo habían apagado por lo que deducimos que no se lo habían robado así que le presté mi móvil para que intentara encontrarlo.

Así, sin móvil ni ganas de trabajar, salí de casa y a eso de las 10 menos veinte estaba en la parada, que se encontraba muy concurrida pese a ser fin de semana por la mañana. Yo, sin percatarme de ello, me pasé unos 15 minutos jugando con la nieve, haciendo caras en el suelo con mis magníficas botas mientras escuchaba música en el i-Pod Mini que le compré a Pepich. Todo el mundo se apelotonaba en la parada del tranvía menos yo y otro chico y el tiempo iba pasando lenta pero inexorablemente. Cuando me aburrí de jugar con la nieve me reuní con mis compañeros de espera para coger algo de calor humano, pese a que no tenía frío, pero la parada estaba llena así que me quedé en una esquina. No pasaron ni dos minutos cuando descubrí que la razón del agolpamiento no era calentarse los unos a los otros sino protegerse de los coches que pasaban a toda velocidad salpicando a los que esperaban. Fui calado de arriba a abajo: gorro, cara, abrigo (por dentro de los bolsillos también), pantalones, botas y mochila. No se como lo hizo pero me mojó tanto por delante, como por detrás. Incluso dentro de la oreja y eso que llevaba los cascos puestos. Mojado y cabreado seguí esperando.

Ya llevaba media hora y decidí fumarme un cigarrillo pero el mechero no me funcionaba así que le pedí fuego a otro fumador expectante. Me señaló que el tram ya estaba en la parada anterior así que decliné mis ansias nicotínicas. Pero yo esperaba y seguía esperando y el tranvía no se movía. “Si que tarda en ponérsele en verde el semáforo”, pensé yo, pero en ese momento me percaté de que ya había pasado el cruce. Más o menos en ese instante los pasajeros del tram comenzaron a bajarse y yo me temí lo peor. Sin embargo la situación era peor incluso. Las personas que se bajaron del transporte, en vez de irse andando, ¡empezaron a limpiar las vías de nieve! Tras reponerme de la sorpresa y analizar la situación, me fumé el piti desechado. Un rato después el tranvía por fin se puso en marcha y, a dos por hora, llegó a la parada. Conseguí subir de alguna forma al abarrotado vehículo (¡encima venía lleno hasta los topes!) y, parsimoniosamente, comencé mi periplo hacia el tajo. Ya llegaba (sin contar el viaje) 20 minutos tarde.

Íbamos tan lentamente que desesperaba. Detrás nuestro venía otro tranvía que, obviamente, no nos podía adelantar. Os voy a resumir mi trayecto mañanil en un día normal: son unas 15 paradas; las 5 primeras por la calle, las 5 siguientes bajo tierra y las 5 últimas de nuevo por el exterior. La duración total es de 20-25 minutos. A los 20 minutos de trayecto sólo habíamos avanzado 3 paradas y el conductor nos invitó a cambiarnos de tram ya que el nuestro ya había llegado a su límite. La mudanza tuvo su parte positiva ya que fui lo bastante aguililla como para agenciarme un asiento. Ya llegaba una hora tarde.

Cuando el tranvía se disponía a entrar en el túnel algo pasó y, ¡albricias!, dimos marcha atrás. Antes el nuevo conductor tuvo que irse al otro extremo del tram ya que estos aparatejos no tienen marcha atrás. El maquinista nos invitó a ir andando hasta el metro o coger una ruta alternativa pero yo no tenía otra así que opté por esperar sentado mientras la gente se iba bajando con cuentagotas. Mis pantalones estaban aún empapados de nieve derretida y yo me estaba pelando de frío. Por suerte tenía música y, en previsión de quedarme sin pilas, un libro. La cosa no mejoraba y seguíamos parados. “Qué país tan tercermundista, que nieva un poco y se colapsa”, pensaba yo, “¡cómo si no nevara nunca aquí!”. Mi indignación iba en aumento cuando otro de los 5 o 6 pasajeros restantes me informó de que el problema era, de nuevo, el primer tranvía, que estaba estropeado en la entrada del túnel. El problema, al parecer, no era la nieve sino las ramas caídas de los árboles, que iban atascando las ruedas de esos vehículos antediluvianos. Eso tampoco me consoló mucho, ni me quitó el frío.

Tardaron cerca de una hora y cuarto en sacar el tranvía del túnel y llevárselo y, finalmente, seguimos nuestro viaje, ya sin contratiempos... hasta la salida del túnel. No llevábamos ni 10 segundos en el exterior cuando pasamos encima de otras ramitas y el conductor tuvo que dar marcha atrás un poco (con el consiguiente tinglado). Por suerte el resto del viaje discurrió sin más infortunios y llegué al trabajo. Dos horas y media tarde. En día de cierre.

La revista tenía que estar terminada para este lunes sin falta ya que en diciembre no trabajamos y si no no daba tiempo a repartirla antes de irnos de vacaciones. Este retraso podía suponer que me tocara currar el domingo pero al final la providencia quiso que acabáramos. Estuvimos ahí hasta las once de la noche, eso si. En la oficina me enteré, encima, de que ese día volvía a haber huelga de transportes y que Juanlu, el jefe, había ido a buscar a todos en coche. ¡Viva y bravo! La parte positiva del día fue que Juanlu nos devolvió al calor de nuestros hogares en su coche… y que como acabamos el domingo hubo fiesta. Y hoy, lunes, también. Me encanta que los planes salgan bien.

1 comentario:

marta en parís dijo...

Dios mio, que día tan caótico. Después de un día así llega una recompensa de algún tipo. te lo digo yo...

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